Esperanzas y obstáculos en Myanmar
Myanmar (antigua Birmania) tiene por delante un largo y difícil camino hasta alcanzar la estabilidad política, la democracia y el desarrollo económico. La esperanza es que Aung San Suu Kyi sea capaz de unir a la nación y encabezar las reformas necesarias tras las elecciones de 2015.
Hace poco fui a Myanmar en una visita del club de “jóvenes líderes globales” organizada por el Foro Económico Mundial. Vi un país que está cambiando a toda velocidad, lleno de expectación pero también de incertidumbre. Yangon, la vieja capital y el centro comercial, es un ejemplo de los retos económicos a los que se enfrenta Birmania, mientras que Naypyidaw, la nueva e inquietante capital administrativa, muestra sus problemas políticos.
La destartalada Tangon (antigua Rangún) casi nos sorprende, acostumbrados como estamos a ciudades asiáticas ultramodernas y relucientes. No hay gigantescos grandes almacenes, franquicias de cafés ni edificios de oficinas con aire acondicionado. Resulta extraño andar por callejones abarrotados en los que no se ve ni a una sola persona hablando por el móvil. Aunque el precio de una tarjeta SIM ha bajado de 1.000 dólares (unos 750 euros) hace un par de años a alrededor de 60 dólares hoy, la penetración del teléfono móvil en Myanmar sigue siendo solo del 4% (en Tailandia es del 117%). La presencia de Internet es aún más escasa.
Birmania es uno de los Estados más pobres del mundo. La cuarta parte de la población vive con menos de 1,25 dólares al día (si bien conviene tomar todas las estadísticas del país con enorme cautela). El McKinsey Global Institute calcula que incluso en el mejor de los casos, es decir, si el crecimiento anual del PIB se duplica, el PIB per cápita (basándose en la paridad de poder adquisitivo), en 2030, no llegaría más que a 5.000 dólares, aproximadamente el nivel que tienen hoy Marruecos y Mongolia. Mientras otras economías de la zona ASEAN están floreciendo gracias a la fabricación de automóviles, productos electrónicos y bienes de consumo, casi la mitad de la economía de Myanmar depende de la agricultura. Los mayores artículos de exportación son el jade, la madera y el gas natural.
Para formar una fuerza laboral cualificada harán falta decenios: los niños no asisten a la escuela más que un promedio de cuatro años, y el sistema de enseñanza superior -164 universidades que dependen de 13 ministerios- está diseñado para impedir revueltas estudiantiles, más que para producir buenos médicos e ingenieros. Los frecuentes cortes de luz hacen difícil la fabricación industrial. La logística es complicada, dada la falta de redes modernas de carreteras y ferrocarril. Y el sector bancario es de los menos desarrollados del mundo, solo por delante del de Corea del Norte.
Sin embargo, Birmania ofrece también muchas oportunidades. La mano de obra es más barata que en otros países asiáticos, por lo que puede atraer al sector textil y otras industrias de escaso valor añadido. McKinsey opina que el país podría “superar de un salto” varias etapas de desarrollo si empleara la tecnología digital para mejorar la educación, la sanidad y las finanzas. Su situación estratégica, entre China, India y el sureste asiático, puede resultar atractiva para los inversores. Y posee numerosos recursos naturales, entre ellos, grandes franjas de territorio muy fértil.
Occidente ha anulado ya casi todas las sanciones económicas. Pese a ello, hasta ahora, los posibles inversores extranjeros siguen mostrándose precavidos: las inversiones extranjeras directas fueron de solo 1.400 millones de dólares en los 12 meses previos a abril de 2013, aunque eso supuso cinco veces más que el año anterior, cuando las sanciones estaban todavía en vigor. Si las reformas económicas alcanzaran una masa crítica, esa suma podría aumentar con gran rapidez.
Pero eso es mucho suponer. Una visita a Naypyidaw, en el centro del país, hace pensar que el sistema político quizá no está aún preparado para sostener unas reformas económicas ambiciosas. La capital es la plasmación de la dictadura militar en hormigón: una inmensa extensión vacía (la ciudad tiene una superficie siete veces la de Singapur), salpicada de enormes edificios oficiales (el Parlamento es más grande que el Pentágono) y conectada por avenidas de ocho carriles (24 carriles delante del palacio presidencial). Todo está desierto, sin coches, motos ni peatones. Aunque el Gobierno ha obligado a los funcionarios a trasladarse a vivir allí y asegura que la ciudad tiene un millón de habitantes (cosa difícil de creer), lo que parece es un pueblo fantasma.
Aparte de los palacios oficiales y los edificios de apartamentos de colores pastel para los funcionarios, Naypyidaw tiene poca cosa más: un gran aeropuerto nuevo con escasos empleados y todavía menos pasajeros, un centro de convenciones regalado por China, un par de hipermercados de estilo estadounidense junto a aparcamientos vacíos, una réplica de la pagoda de Shwedagon (la original está en Yangon) y un zoo con pingüinos. La ciudad tiene también un número asombrosamente elevado de hoteles, y muchos más que están en construcción, es de suponer que con vistas a los Juegos del sureste asiático, que Myanmar acogerá a finales de este año, y su futuro turno en la presidencia de ASEAN. Ahora bien, ¿quién los utilizará cuando pasen esos acontecimientos?
Algunos dicen que el astrólogo de Tha Shwe, el antiguo dictador militar, le dijo que construyera la nueva capital en medio de la nada; otros, que la Junta quería una capital en el interior para evitar una invasión o un bombardeo de Estados Unidos (en Naypyidaw, los edificios ministeriales están separados por varios kilómetros unos de otros). La ciudad empezó a construirse en 2001, en secreto. Cinco años después, los birmanos se enteraron de la existencia de la nueva capital cuando empezó a aparecer en las informaciones meteorológicas diarias. Naypyidaw es la garantía de que el pueblo de Myanmar va a continuar estando muy alejado de sus gobernantes.
La gran esperanza actual es que las ambiciones reformistas del presidente Thein Sein tengan más entidad que la ciudad desde la que gobierna. En los tres últimos años, la apertura del país se ha producido a una velocidad de vértigo: Aung San Suu Kyi ya no está en arresto domiciliario y su partido, la Liga Nacional para la Democracia (LND), pudo presentarse a las elecciones del año pasado; la mayoría de los presos políticos están en libertad; se ha eliminado la censura en la prensa; y la lista negra de extranjeros y disidentes que no podían entrar en el país ha disminuido de forma radical.
Sin embargo, a Myanmar le siguen faltando muchos de los ingredientes necesarios para un programa de reformas como es debido: las decisiones políticas son aleatorias, sin una estrategia a medio plazo; la administración del Estado es débil, porque a los funcionarios siempre se les ha designado en función de su lealtad, no de su capacidad; y los niveles de corrupción son equiparables a los de Afganistán y Sudán.
Los inversores seguirán desconfiando mientras el resultado del proceso de reformas no esté claro. El Ejército y sus aliados, que obtenían enormes beneficios del sistema económico monopolista e hiperregulado del país, parecen haberse resignado a las reformas, pero quizá empiecen a contraatacar en algún momento. Los mayores peligros proceden tal vez de los históricos conflictos étnicos y religiosos de Myanmar. Alrededor del 60% de los habitantes son birmanos budistas (bamar), y los demás pertenecen a varias minorías étnicas y religiosas que luchan para obtener la igualdad política y económica. El Gobierno ha firmado acuerdos de alto el fuego con todos los grupos armados: el último, en mayo, con el Ejército de independencia kachín, en el extremo norte del país. Esos conflictos fueron la causa y la justificación para que el Gobierno controlara el poder durante 60 años. Birmania no tendrá una democracia liberal mientras no los resuelva de forma adecuada y permanente.
International Crisis Group ha advertido de que los acuerdos de alto el fuego fracasarán si no se ponen en marcha: primero, un pacto político en forma de una constitución que dé verdadera autonomía y derechos a las minorías; segundo, un plan factible para integrar en la economía nacional las regiones minoritarias y asoladas por la guerra (que albergan el 70% de los recursos naturales del país); y tercero, un intento de acabar con el amiguismo y la delincuencia que tanto han beneficiado a gran parte de los militares.
Está además la cuestión de los rohingyas, una minoría musulmana oprimida cuyos orígenes birmanos y cuyo derecho a vivir en el país están discutidos, a diferencia de otros grupos étnicos. Las tensiones crecientes en torno a ellos han alimentado desagradables brotes de nacionalismo y violencia por parte de los budistas contra los musulmanes en el país.
Aunque algunos periodistas y algunas ONG hablan públicamente sobre la necesidad de llegar a un acuerdo general que resuelva el problema de las minorías, la mayoría de la población reacciona con visible malestar cuando se le pregunta sobre ello. Aung San Suu Kyi vaciló antes de condenar la violencia contra los rohingyas, y, cuando lo hizo, fue en términos vagos y precavidos. Su reticencia ha molestado a algunos de sus partidarios en Occidente. Una persona que la conoce bien dice que ella es la única capaz de unir a todo su país, pero que debe escoger sus batallas con cuidado: si presiona demasiado en la cuestión de las minorías, sus posibilidades de ser presidenta en 2015 podrían reducirse. Otro conocido de Aung San Suu Kyi está satisfecho de que haya hecho la transición “de icono a política”, y predice que, si llega a la presidencia, abordará los conflictos de las minorías étnicas con mucha más valentía que el gobierno actual.
En la reunión del Foro Económico Mundial en Naypyidaw a principios de junio, Aung San Suu Kyi declaró que le gustaría presentarse a las elecciones. Pero no podrá hacerlo mientras el Gobierno no cambie la constitución, que prohíbe que sean candidatos quienes tienen cónyuges e hijos extranjeros. Aung San Suu Kyi es la viuda del profesor británico Michael Aris, y sus dos hijos tienen la nacionalidad británica. Si le dejan presentarse y gana, lo normal es que decepcione, dados los inmensos problemas a los que se enfrenta Myanmar. “Quizá existen demasiadas esperanzas”, dijo ella hace poco en una rueda de prensa.
Ante el símbolo que representa Aung San Suu Kyi y la sinceridad con la que Thei Sein parece estar emprendiendo las reformas, Occidente está dispuesto a ayudar a Myanmar con dinero, asesoramiento y relaciones comerciales. La Unión Europea ha respondido con sensatez a la apertura del país. Ha levantado las sanciones en un proceso en dos etapas, ha restablecido el llamado Sistema Generalizado de Preferencias (acceso al libre mercado para los artículos procedentes de países pobres) y ha ampliado sus esfuerzos más allá de los programas de ayuda humanitaria. Las prioridades de la UE -paz, democracia y desarrollo- parecen acertadas, y seguramente en ese orden. El reto, ahora, es encontrar formas de convertir las aspiraciones en realidad, coordinándose con Estados Unidos, por un lado, y China, por otro.
Birmania está tan atrasada que será difícil incluso la simple “construcción de capacidades”, el fortalecimiento de las administraciones locales y las infraestructuras necesarias para absorber los programas de ayuda. Por otra parte, la comunidad internacional tiene tan buena disposición que parece inevitable que se produzca una explosión de ayuda. Entre las diversas cosas que se pueden hacer, la Unión debería ayudar a canalizar el dinero y la asistencia hacia esa construcción de capacidades. A pesar de las dificultades y las inevitables decepciones, estamos ante un momento y un país en el que todo es posible.